Tendría nueve años de edad, cuando en unas vacaciones de verano, mi mamá dio la orden a sus apenas seis hijos (¡aún no llegaban otros tres!) para que preparáramos el equipaje: al día siguiente partimos a la ciudad de México a bordo de un ADO. Ahí, hicimos una escala en el departamento de unos familiares y, a la mañana siguiente, nos enfilamos a la central de autobuses del sur.
Al llegar a la estación, los niños corrimos a los puestos de dulces y golosinas. Mi mamá iba a la moda con un pantalón a la cadera, de terlenka y acampanado, que delineaba discretamente su bien moldeado cuerpo; ella se acercó a un puesto de casetes musicales y mis hermanos y yo la seguimos, nosotros escogimos unos de música infantil y ella con su dedo índice apuntó a la entonces nueva producción musical de Juan Gabriel.
Una vez a bordo del autobús -con destino a Ciudad Altamirano, en el estado de Guerrero-, la instrucción a mi hermano mayor fue que colocara su casete en la grabadora portátil (al menos pesaba un kilo y funcionaba con seis pilas). De ahí en adelante Juan Gabriel no dejó de escucharse en todo el trayecto, con todo su sentimiento que también, supongo, emocionó al resto de los pasajeros.
Ese viaje de la niñez permanece en mi memoria como una travesía feliz, en la que no faltaron, por supuesto, uno que otro empujón entre los hermanos. Comíamos, escuchábamos música y bajamos al sanitario en las paradas del autobús.
No sé, no recuerdo, el título de aquella producción musical del compositor michoacano, pero obviamente eran interpretaciones que transmitían una gama de sentimientos que iban del amor al desamor, alegría, desengaño, gratitud, confianza, pasión, dulzura, tristeza, añoranza, felicidad, etc.
Con esa variedad sentimental llegamos a Tierra Caliente, donde nos esperaban otros parientes quienes a bordo de una camioneta de batea nos condujeron, en un viaje de siete u ocho horas, por la sierra Madre del Sur.
Finalmente, arribamos al pequeño poblado donde nació mi papá. Obviamente, el disco o más bien el casete de Juan Gabriel llegó a su límite y la cinta magnética no resistió. El uso constante y las altas temperaturas terminaron por estropearla. Sin embargo, las canciones de Juan Gabriel ya habían resonado entre los parajes majestuosos de la sierra guerrerense.
Lo peculiar de aquel viaje familiar es recordarlo como el único que hicimos a esa región, sin la compañía inicial de mi papá, quien después llegó argumentando cuestiones de trabajo. Casi tengo la certeza que la decisión de apresurar la salida, fue por alguna desavenencia de pareja. Observaba a mi mamá pensativa, pero inmediatamente se le pasaba al atender a tanto niño. Ese viaje transcurrió con la presencia musical de Juan Gabriel, ese que a Nicolás Alvarado irrita por sus lentejuelas “no por jotas sino por nacas”, pero que a millones nos ha acompañado en diferentes travesías de la vida. (qepd).
(Anotación: Felicidades a mi padres, el pasado 16 de agosto cumplieron 58 años de casados).
Al llegar a la estación, los niños corrimos a los puestos de dulces y golosinas. Mi mamá iba a la moda con un pantalón a la cadera, de terlenka y acampanado, que delineaba discretamente su bien moldeado cuerpo; ella se acercó a un puesto de casetes musicales y mis hermanos y yo la seguimos, nosotros escogimos unos de música infantil y ella con su dedo índice apuntó a la entonces nueva producción musical de Juan Gabriel.
Una vez a bordo del autobús -con destino a Ciudad Altamirano, en el estado de Guerrero-, la instrucción a mi hermano mayor fue que colocara su casete en la grabadora portátil (al menos pesaba un kilo y funcionaba con seis pilas). De ahí en adelante Juan Gabriel no dejó de escucharse en todo el trayecto, con todo su sentimiento que también, supongo, emocionó al resto de los pasajeros.
Ese viaje de la niñez permanece en mi memoria como una travesía feliz, en la que no faltaron, por supuesto, uno que otro empujón entre los hermanos. Comíamos, escuchábamos música y bajamos al sanitario en las paradas del autobús.
No sé, no recuerdo, el título de aquella producción musical del compositor michoacano, pero obviamente eran interpretaciones que transmitían una gama de sentimientos que iban del amor al desamor, alegría, desengaño, gratitud, confianza, pasión, dulzura, tristeza, añoranza, felicidad, etc.
Con esa variedad sentimental llegamos a Tierra Caliente, donde nos esperaban otros parientes quienes a bordo de una camioneta de batea nos condujeron, en un viaje de siete u ocho horas, por la sierra Madre del Sur.
Finalmente, arribamos al pequeño poblado donde nació mi papá. Obviamente, el disco o más bien el casete de Juan Gabriel llegó a su límite y la cinta magnética no resistió. El uso constante y las altas temperaturas terminaron por estropearla. Sin embargo, las canciones de Juan Gabriel ya habían resonado entre los parajes majestuosos de la sierra guerrerense.
Lo peculiar de aquel viaje familiar es recordarlo como el único que hicimos a esa región, sin la compañía inicial de mi papá, quien después llegó argumentando cuestiones de trabajo. Casi tengo la certeza que la decisión de apresurar la salida, fue por alguna desavenencia de pareja. Observaba a mi mamá pensativa, pero inmediatamente se le pasaba al atender a tanto niño. Ese viaje transcurrió con la presencia musical de Juan Gabriel, ese que a Nicolás Alvarado irrita por sus lentejuelas “no por jotas sino por nacas”, pero que a millones nos ha acompañado en diferentes travesías de la vida. (qepd).
(Anotación: Felicidades a mi padres, el pasado 16 de agosto cumplieron 58 años de casados).