El autobús avanzaba lento por el Paseo de la Reforma, en la ahora denominada Ciudad de México. Era un sábado, con muy poco tráfico en esa tarde noche. El vehículo abrió su amplia puerta automática para dar paso a un interior moderno y espacioso. Nada qué ver con los autobuses de la Ruta 100 que transitaban en la década de los ochentas.
Atrás del conductor iban sentadas dos mujeres, una muy joven y la otra también, pues apenas rebasaba las tres décadas. Mi elección fue a propósito: elegí el asiento justo al lado de ellas. Y sí, lo supuse bien, la plática captó mi interés. Debí bajar en la parada del Ángel de la Independencia o, quizá, en la Diana Cazadora, pero me seguí de largo a fin de escuchar su conversación.
-¿Le llamaste ayer?, preguntó la más joven.
-Sí, contestó la otra.
La ausencia de más pasajeros pronunció el silencio al interior del moderno transporte público. Yo maniobré con mi bolso y logré sacar un libro. Me acomodé en el asiento fingiendo que leía con interés, sin embargo, el diálogo resonaba como si las tres estuviéramos a la mesa de cualquier cafetín de la zona:
-Le hablé a Nicolás y le dije que quería verlo ¿Vienes o voy?, le advertí. Y, sin embargo, su respuesta absoluta fue un “vamos”, a secas. ¿A dónde? Me pregunté sin hallar respuesta. Más bien fue una forma de evadir, una vez más, el encuentro.
-¿Y por qué insistir?, cuestionó nuevamente la confidente.
-No sé. Quería verlo. No sólo para tener sexo o muy buen sexo… (Y las dos irrumpieron con una risa contenida, en Veracruz esas palabras seguramente hubieran provocado unas sonoras carcajadas femeninas). También quería observarlo, estar, mirarlo y compartir como habíamos planeado en el primer encuentro.
-¿Son amigos o pareja?
-No lo sé, para mí somos dos seres que habíamos planeado vernos…
La testigo de la conversación alzó la mirada e inmediatamente se percató que no reconocía los edificios a la vista, fue entonces que en varias ocasiones insistí en tocar el timbre para hacer la parada; el conductor me miró indignado por el espejo retrovisor. Las mujeres observaron mi descenso precipitado y yo sólo alcancé a levantar mi mano en un saludo de despedida. Ya no escuché el resto de la historia, no era necesario…
Atrás del conductor iban sentadas dos mujeres, una muy joven y la otra también, pues apenas rebasaba las tres décadas. Mi elección fue a propósito: elegí el asiento justo al lado de ellas. Y sí, lo supuse bien, la plática captó mi interés. Debí bajar en la parada del Ángel de la Independencia o, quizá, en la Diana Cazadora, pero me seguí de largo a fin de escuchar su conversación.
-¿Le llamaste ayer?, preguntó la más joven.
-Sí, contestó la otra.
La ausencia de más pasajeros pronunció el silencio al interior del moderno transporte público. Yo maniobré con mi bolso y logré sacar un libro. Me acomodé en el asiento fingiendo que leía con interés, sin embargo, el diálogo resonaba como si las tres estuviéramos a la mesa de cualquier cafetín de la zona:
-Le hablé a Nicolás y le dije que quería verlo ¿Vienes o voy?, le advertí. Y, sin embargo, su respuesta absoluta fue un “vamos”, a secas. ¿A dónde? Me pregunté sin hallar respuesta. Más bien fue una forma de evadir, una vez más, el encuentro.
-¿Y por qué insistir?, cuestionó nuevamente la confidente.
-No sé. Quería verlo. No sólo para tener sexo o muy buen sexo… (Y las dos irrumpieron con una risa contenida, en Veracruz esas palabras seguramente hubieran provocado unas sonoras carcajadas femeninas). También quería observarlo, estar, mirarlo y compartir como habíamos planeado en el primer encuentro.
-¿Son amigos o pareja?
-No lo sé, para mí somos dos seres que habíamos planeado vernos…
La testigo de la conversación alzó la mirada e inmediatamente se percató que no reconocía los edificios a la vista, fue entonces que en varias ocasiones insistí en tocar el timbre para hacer la parada; el conductor me miró indignado por el espejo retrovisor. Las mujeres observaron mi descenso precipitado y yo sólo alcancé a levantar mi mano en un saludo de despedida. Ya no escuché el resto de la historia, no era necesario…